Antiguos lavaderos públicos, convertidos en sala de arte.
En la santacrucera sala de arte de Los Lavaderos, sita en el barrio del mismo nombre de la capital chicharrera, se ha inaugurado una exposición de pintura en memoria de Mario Rodríguez, fallecido repentinamente, en 2002, a los 71 años de edad.
Mario Rodríguez Martín
Mario, nacido en 1930 en el populoso barrio de El Toscal, vivió gran parte de su vida en otro barrio capitalino, el de Los Lavaderos, a la sombra del Hotel Mencey y a orillas del Barranco de Almeyda.
El ciudadano que esto escribe, contando 13 ó 14 años de edad, conoció a Mario Rodríguez en una pequeña zapatería ubicada en las cercanías de la iglesia de Fátima (Bº de Uruguay) donde, con la aquiescencia del propietario, confeccionaba y vendía unas curiosas cruces de cuero de diversos colores que, en aquella época, hacían furor entre los jóvenes, a los que, a pesar de estar siempre de uñas contra la castradora religión imperante, nos encantaba colgárnoslas al cuello para demostrar, tal vez, que podían servir de adorno, más allá de todo significado religioso. Tuve varias de ellas: griegas, latinas, anaranjadas, marrones, adornadas con chinchetas, sin ellas...
Pasarían más de 20 años sin que supiera nada de él, hasta que cierto día, paseando por La Rambla, llevando de la mano a Laura, mi hija, de corta edad, lo vi apoyado en el antiguo kiosco de La Paz y me acerqué a saludarlo.
Por aquella época, Mario, ya se había convertido en un pintor de cierto prestigio, lo que le permitía, hasta cierto punto, una vida económicamente desahogada. Recalco lo de "hasta cierto punto" porque dado su carácter franco y bohemio, era espléndido en demasía; lo que aprovechaban muchos frescachones y frescachonas para sablearlo a diestra y a siniestra, amén de aquellos que le sacaban sus obras por cuatro perras gordas, aunque tambien es verdad que, otras, las regalaba por capricho.
Y es que él, no se cortaba un pelo de presumir del dinero que tenía, mostrándole a todo el mundo su cartilla de ahorros con una serie de millones de las antiguas pesetas. Así y todo, Mario, que se había vuelto totalmente abstemio con la edad, me confesó que, también "hasta cierto punto", era un hombre feliz.
Al tiempo, llegué a verlo con cierta asiduidad, ya que, acudía con frecuencia a la "jaula de grillos" donde yo trabajaba, para venderle y regalarle (porque espléndido era hasta lo inimaginable) sus obras a una determinada compañera. De ahí viene el que yo posea uno de sus trabajos, ya que, acudiendo cierto día en que la susodicha se hallaba de vacaciones, con una de sus pinturas bajo el brazo, se empeñó en regalármela porque tenía claro que se iba a quedar por el camino, antes de regresar a su estudio. Hoy adorna el comedor de casa.
La última vez que vi a Mario (siempre de blanco, con su larga melena y su bigote inconfundible) fue una mañana de verano en el Parque Marítimo, donde él había llevado a sus nietos y yo a mi hija.
Mientras los chiquillos chapoteaban disfrutando de sus juegos, nosotros hablamos largo y tendido de música, pintura, poesía, pero sobre todo de cómo nos había tratado la vida en los últimos tiempos; a él no se le veía ya tan feliz. Me habló de una serie de problemas que ya no se correspondían con su edad, y pensé que alguien intentaba exprimirlo económicamente como un vulgar limón... y así se lo dije. Cabeceó y, con un gesto de la mano, como quien espanta una mosca, cambió de conversación.
Plaza de Los Lavaderos
Un par de días más tarde, ojeando el periódico matutino, tropecé con su esquela. No me lo podía creer.
Quiero dejar constancia en esta entrada, que pretende ser también un pequeño homenaje a su memoria, dos cosas: una frase de Cervantes que le encantaba repetir, y un poema que le dedicó un amigo:
"No hay dolor que muerte no consuma"
*
CRÁNEO, PALOMA Y DUEÑO
(A Mario Rdguez. Martín)
En este cráneo antiguo
la soledad reviste su quietud
con plumas de paloma.
Suaves sobre la amarillenta
curvatura del hueso
traen el eco lejano
de un vuelo entre las nubes,
como consuelo acaso
para un cuerpo olvidado en esta esquina
mientras su dueño gira,
transparente y ligero,
bajo un mágico ritmo
de pinceles luchando contra la oscuridad
que cede y se derrama
salpicando de luz,
Ciudadano Plof
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