César Strawberry
Desde hace cuatro años, España viene padeciendo un recorte de libertades y derechos fundamentales inaudito, que bajo ningún concepto puede consentirse en el marco de la Unión Europea.
La ciudadanía es víctima de una ofensiva perfectamente planificada por las más altas instancias políticas en peligrosa connivencia con un poder judicial que se percibe excesivamente permeable a sus criterios, reiterándose en la vulneración los convenios suscritos con la Unión Europea en esa materia, a los que nuestro país, además, debe obligada obediencia.
Si Turquía no forma parte de la UE es, entre otras razones, porque no cumple con los requisitos mínimos exigidos por Bruselas en cuanto a Derechos Humanos. Pero la España de M. Rajoy parece más interesada en importar a la piel de toro el argumentario del propio Erdogan que en aplicar las directrices marcadas por Tribunal Europeo de Derechos Humanos a través de las muchas y variadas condenas que acumula hasta el día de hoy el Reino.
Porque, aunque sea ilegal, aquí siguen haciendo la vista gorda, tratando de normalizar el hecho aberrante de que las condenas a raperos y tuiteros impliquen penas de prisión más altas, incluso, que las aplicadas a corruptos o a las agresiones machistas u homófobas, con la clara intención de imponer un cambio de paradigma de normalidad en el que, creando nuevos perfiles criminales donde nunca los hubo, su represión desproporcionada genere el miedo suficiente para ser asumida mayoritariamente como algo imprescindible para mantener la normal convivencia.
Causa estupor ver cómo sentencias condenatorias que, sin duda alguna, serán convertidas en absoluciones cuando lleguen al TEDH, van a dan lugar, sin embargo, a que Valtonyc tenga que pasar tres años y medio en un más que probable régimen FIES, sólo por lo mucho que tardará Estrasburgo en ordenar su absolución.
Una justicia lenta beneficia al represor y esa es una de las razones para que nuestros más altos tribunales perseveren en criminalizar aquí lo que posteriormente será descriminalizado allí: “Cuando llegue tu absolución ya te habrás comido la pena con papas, pringáo”, parece querer decir esa doctrina.
Estremece que se ponga tanto empeño en desdibujar la delgada línea que garantiza una separación de poderes efectiva, vulnerando de modo tan obstinado el marco legal de algo tan sensible como los DDHH.
Porque escribir sandeces, decir burradas, rapear ideas contrarias al discurso del Poder o abiertas mamarrachadas, no puede hacerse pasar por delito si no va directamente vinculado a una incitación fehaciente, reiterada y demostrable a la comisión de actos violentos concretos, según marcan los convenios europeos.
Pensar distinto o tener mal gusto no es delito ni queriendo, vamos. Porque si lo fuese, antes que Valtonyc tendrían que haber entrado ya en prisión esos voceros reaccionarios que hablan de usar “luparas” para disparar a podemitas, que animan a que exploten cervecerías en Alemania o a “resucitar los GAL para Cataluña”, pero que, sin embargo, siguen sin ser ni tan siquiera reprendidos como enaltecedores de nada.
Y no es que queramos callarlos, no: es que tenemos todo el derecho a disfrutar de la misma libertad de expresión que ellos, y en tal aspiración nos respalda sobradamente el criterio jurídico de esa Europa a quien debemos obligada obediencia. Que el mal gusto o la discrepancia ideológica pueden joder, sí, pero no matan, y madurez democrática es saber escuchar cosas que no nos agradan sin convertirlo en disculpa perfecta para enarbolar la bandera de la ofensa.
Carlos Herrera promoviendo una romería al chalet de Iglesias y Montero
La piel gruesa garantiza mayor tolerancia. En todo caso, como sugiere el brillante Darío Adanti, mongol donde los haya, lo que habría que regular, si acaso, sería el supuesto derecho a sentirse ofendido, antes de ponerse a perseguir penalmente a supuestos ofensores que, curiosamente, resultan ser siempre afines a opciones políticas de izquierda. ¿Han oído hablar de persecución ideológica?
Pero por más que nos escandalicen, incomoden o hieran declaraciones de unos y otras, en ningún caso debemos asumir la actual doctrina bandera del Régimen, consistente en criminalizar cualquier salida de tono, gilipollez u opinión más o menos bizarra lanzada por quienes no piensan como nosotros, incluso pese a que en rara ocasión veáis criminalizadas las sandeces que proceden de la derecha, cosa que, como buenos demócratas, por otro lado, algunos siempre celebraremos.
Porque democracia es tolerancia y la tolerancia está reñida con el criterio de trinchera, y quien cree en la democracia sabe que prohibir a un prohibicionista es legitimarle. La libertad de expresión tiene que ser para todos o para ninguno, y cuando determinados sectores supuestamente progresistas tratan de acotarla también a la medida de su corrección política, se están dejando colonizar por el peligroso troyano de la intransigencia.
Muchos aprendimos en el colegio a taparnos los oídos gritando aquello de “habla chucho, que no te escucho” para evitar caer en la provocación de los matones de patio, y es ahí, a las escuelas, a donde deberíamos mirar para tratar de poner orden en algo que se nos está yendo de las manos como sociedad: la intolerancia.
Sólo un pacto en educación serio, negociado, discutido con todas las fuerzas políticas (¿quimera?), con compromiso de aplicación obligada durante un largo período, podrá aportar algunas generaciones de nuevos españoles y españolas, demócratas de verdad, que al ver entrar en prisión a un Valtonyc por tres años y medio, no miren hacia otro lado murmurando “eso no va conmigo” para poder dormir tranquilos.
O la sociedad civil hace frente a esto, o habrá que buscarle otro nombre al sistema en que vivimos, porque ninguna democracia del mundo que aspire a ser reconocida como tal encarcela a sus raperos por hacer canciones críticas con el Poder. Y e que, tras el tuitero Alfredo Remírez, el ingreso en prisión de Valtonyc deja al sistema al borde de un peligroso abismo.
FUENTE: publico.es
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