Sí, Europa está rota. Pero no nos engañemos, ni permitamos que nos engañen. La fractura del denominado proyecto europeo (siempre con la ceremonia de la confusión de los términos tramposos y equívocos que nos cuelan en los medios de comunicación, como si formaran parte del sentido común) no es el resultado de la “batalla de Grecia”, ni, por supuesto, atribuible a los “desvaríos e intransigencias” de Syriza.
Hay que mirar por el espejo retrovisor para encontrar las causas de esta fractura. Con esa mirada de largo recorrido, vemos que las desigualdades productivas y comerciales –configurando un Norte y un Sur dentro del espacio comunitario- no han dejado de intensificarse desde el triunfo del neoliberalismo, allá por la década de los ochenta del pasado siglo, y muy especialmente desde la implantación de la Unión Económica y Monetaria (UEM).
También encontramos que las instituciones comunitarias han sido crecientemente contaminadas y capturadas por las grandes corporaciones y la industria financiera, inclinando las políticas y los recursos europeos hacia los mercados. De esta forma, la agenda de la Unión Europea (UE) ha estado dictada, cada vez más, por los grupos de presión y las manos “visibles” de los mercados, y por la trama de intereses que los gobiernan.
El crack financiero y la Gran Recesión agravaron y llevaron hasta niveles desconocidos las fracturas productivas, sociales y territoriales, que ya eran perfectamente reconocibles en la UE y que estuvieron en el origen de la crisis económica.
Se ha querido explicar esta deriva por el cataclismo provocado por la crisis. Diagnóstico tramposo -y, en el mejor de los casos, insuficiente- que pretende descargar de responsabilidad las políticas exigidas desde la Troika (las mismas que de nuevo se obliga a aplicar a Grecia). Nada más lejos de la realidad. Las erróneamente denominadas políticas de austeridad y reformas estructurales han sido las responsables de esta deriva: no han conseguido los objetivos que, en teoría, las justificaban (o se ha pagado un precio demasiado alto por los magros resultados cosechados) y han exacerbado los problemas estructurales que constituían el mar de fondo de la crisis, las desigualdades y asimetrías a las que acabo de referirme.
Como es sobradamente conocido, las consecuencias de este planteamiento han sido especialmente adversas para las economías meridionales, pero también para la mayor parte de los trabajadores y para los grupos sociales vulnerables, del norte y del sur. Estas mismas políticas que han empobrecido a la mayoría social, han sido una oportunidad para las oligarquías, que han reforzado sus privilegios y su poder. Gran negocio, que, claro, tienen intención de mantener y defender con uñas y dientes.
¡Qué nadie pretenda cambiar las reglas del juego! Esa ha sido la osadía del gobierno griego liderado por Syriza. Gobierno que, desde el primer momento, proclamó su voluntad de mantenerse en la zona euro, pero también su determinación de cambiar el rumbo de la política económica que había arrojado a la economía y a la sociedad griegas a un verdadero pozo sin fondo, Y también exigió -¡horror, cuanto atrevimiento!- renegociar la enorme deuda pública, inmanejable e impagable, provocada por las políticas impuestas por la Troika.
Con esta perspectiva, conviene realizar una precisión sobre el término “negociadores europeos” (a los que siempre hay que añadir a los representantes del Fondo Monetario Internacional). Sabemos sus nombres –de los más conocidos, no de la pléyade de altos funcionarios y tecnócratas que los asesoran-, pero ignoramos o sabemos muy poco sobre los intereses que representan; esto es, las grandes fortunas, los gestores de fondos y las corporaciones, las plataformas mediáticas, los grupos de presión y los “think-tanks”, a los que están vinculados, de los que, con toda seguridad, reciben lucrativas retribuciones, en dinero y en especie, por los servicios prestados en la defensa del estatus quo.
El capitalismo que emerge de la crisis y las relaciones de poder que lo cimentan se nutren de la defensa sin concesiones de la austeridad y del pago de la deuda, de la financiación sometida a estricta condicionalidad fiscal, de la preservación y del estímulo de la industria financiera, del impulso de las privatizaciones y desregulación de las relaciones laborales. Estas han sido las bases que han permitido consolidar, en estos años de decrecimiento o de débil crecimiento, mecanismos de extracción de renta y riqueza desde las clases trabajadoras hacia las oligarquías.
Rotos la mayor parte de los diques de contención social y política, se está produciendo un histórico desmantelamiento de los Estados de Bienestar -que, supuestamente, eran la principal seña de identidad de las “economías sociales de mercado” comunitarias-, un cuestionamiento profundo del papel de los estados como piedras angulares de un consenso social integrador y el debilitamiento o desaparición de los puentes institucionales que en el pasado, antes del estallido del crack financiero, hicieron posible una cierta redistribución de la renta. Añádase a lo anterior la devaluación de las instituciones de representación formal y de los partidos como espacios de representación social, la contaminación y ocupación de la política por parte de los grupos económicos y la degradación del estatus socioeconómico de una parte de las clases medias.
Así pues, estamos siendo testigos de una profunda reestructuración de los capitalismos europeos (mejor que la confusa expresión “refundación europea”), a la medida de los intereses y estrategias de los grupos económica y socialmente privilegiados y de los países con mayor potencial competitivo, que supone el reforzamiento del perfil oligárquico del proyecto comunitario. Y la unión monetaria no sólo está siendo el escenario, sino que, por acción o por omisión, está facilitando este cambio sistémico.
En el trascurso de las negociaciones han aparecido posiciones diversas en la Europa comunitaria, pero en lo fundamental tirios y troyanos se han alineado alrededor de la “línea dura”, las posiciones más intransigentes alentadas desde Alemania, que no sólo quiere preservar su privilegiada posición en la nueva Europa, sino el conjunto del estatus quo, del que se ha beneficiado más que nadie. Hay que insistir, en este sentido, que las empresas y los bancos alemanes han sido los ganadores indiscutibles del proceso de integración europeo y de la economía basada en la deuda, y que Alemania ha trasladado buena parte de los costes de la crisis a las economías periféricas, de cuya reestructuración ha sacado asimismo grandes beneficios.
El resto de países han aceptado su papel subalterno en el nuevo orden europeo; esto vale también para Francia. Y qué decir de la socialdemocracia europea, cuyo sometimiento a las posiciones más intransigentes e ideológicas de la derecha europea ha puesto de manifiesto, por si quedaba alguna duda, que no tiene otro proyecto político que el del poder establecido. Y de la vergonzosa –y falsamente equidistante- posición de nuestro partido socialista pidiendo a las “partes” concordia y diálogo, y felicitándose de que Grecia permanezca en el euro.
La convocatoria del referéndum en el país heleno ha puesto la guinda a este sombrío panorama europeo. En un acto de injerencia propio de un régimen colonial y autoritario –que, desgraciadamente, ya tiene precedentes en la misma Grecia- se han sucedido declaraciones de responsables políticos europeos (y también del mundo de los negocios, ¡ay, que armoniosa relación hay entre unos y otros!) negando legitimidad al gobierno griego para convocarlo.
Cuando estaba claro que, a pesar de todas las presiones, el referéndum se iba a realizar, la civilizada y democrática Europa ha acudido impúdicamente al voto del miedo, anunciando que secundar la propuesta del gobierno significaba salir de la zona euro, incluso de la UE. Es digno de mención que, en este contexto de tensión e incertidumbre, la estrategia del BCE ha sido sumarse a la operación de acoso y derribo contra el gobierno de Syryza –porque, en efecto, eso ha sido, una operación de acoso y derribo, más que una negociación-, cercenando y encareciendo las vías de financiación de la muy frágil banca griega. Estrategia del miedo y cierre del grifo del crédito al sistema financiero bancario que han obligado a introducir el control de capitales (el célebre corralito).
Se dirimían en el conflicto griego, ya lo he dicho antes, cuestiones fundamentales que tienen que ver con las políticas impuestas desde la troika y con los intereses que constituyen el motor y la razón de ser de las mismas. Al mismo tiempo, los poderosos han querido dar una lección –aplicando el viejo refrán “la letra con sangre entra”- a todos aquellos partidos y movimientos sociales que se atrevan en el inmediato futuro –Podemos en España- a transitar el camino de Syriza, que se atrevan a aplicar políticas para la gente y no para una minoría de privilegiados. Demostrar que ese camino de libertad e irreverencia está cerrado para los pueblos.
Grecia ha puesto a prueba la nueva Europa y el resultado ha sido a un tiempo esclarecedor y decepcionante. El triunfo de Syriza en las elecciones y en el referéndum representaba una oportunidad para la UE, la oportunidad de construir una Europa solidaria, cooperativa y democrática, la posibilidad de restañar las fracturas provocadas por una política errónea e interesada que ha empobrecido a la gente y enriquecido a las elites. Y Europa ha tirado por la borda esa oportunidad.
La Europa que sale de la crisis griega es más oligárquica, autoritaria e insolidaria.
FUENTE: publico.es
Otra economía
Fernando Luengo
19/07/2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario