1/8/17

LO CONTRARIO DE UNA BOMBA

Lo que diferencia el mal del bien --y la muerte de la vida-- es que el mal se puede medir y el bien no. El mal es contable; el bien inconmensurable


Sabemos qué es lo contrario del calor y lo contrario de la enfermedad y lo contrario del llanto. Sabemos incluso que, por culpa de las semillas de Monsanto, lo contrario de un tomate se llama también “tomate”. Sabemos también nombrar lo contrario de un olvido y hasta lo contrario de un monte: el monte invertido que llamamos valle. Pero no sabemos qué es lo contrario de una bomba. ¿Un beso? ¿Un silencio? ¿El “estallido” de una orquesta?

Gran parte de nuestros problemas como especie social procede de la dificultad para definir los antónimos. Hay conceptos centrales, los más negativos, que no tienen una correspondencia positiva evidente. Quiero decir que lo que diferencia el mal del bien --y la muerte de la vida-- es que el mal se puede medir y el bien no. El mal es contable; el bien inconmensurable. Si pongo una bomba en un tren o atropello con una furgoneta a los peatones de las Ramblas, solo puedo contar los muertos.


Si escribo un poema o construyo un puente o compongo la novena de Beethoven, no sólo no puedo contar a los beneficiarios: no puedo ni siquiera describir los efectos benéficos. ¿Qué es lo contrario de un escombro? ¿Qué clase de “escombros” positivos deja la visión de los frescos de Signorelli o la audición del Mesías de Haendel? ¿O un buen polvo entre enamorados? Sabemos que los humanos se alimentan de caricias no menos que de pan, pero ningún termómetro y ninguna báscula pueden evaluar ese tipo de desnutrición. Por no poder, ni siquiera podemos contar las vidas que han salvado los semáforos o los cinturones de seguridad. El mal es contable y necesario; el bien inconmensurable y contingente. Puedo enumerar las cuchilladas y establecer una relación causal entre el filo y la sangre; no puedo contar las pinceladas de la Capilla Sixtina ni establecer ninguna relación causal, al menos inmediata, entre la belleza y la bondad (o la salud).

Que no sepamos qué es lo contrario de una bomba, que el mal sea contable y el bien inconmensurable, tiene dos consecuencias graves para la civilización. La primera es que --animales contables como somos-- la violencia resulta particularmente atractiva en tiempos de confusión; y en hombres moralmente desconcertados. ¡Al menos podemos medir sus efectos! Habrá que analizar y, en la medida de lo posible, combatir las causas económicas y sociales de la confusión colectiva y del desconcierto individual, pero la ventaja de la violencia es que ofrece un instrumento inmediato de clarificación. Dudo, luego mato. 


La frívola y equívoca caracterización periodística del proceso físico y mental que lleva a un joven europeo musulmán a dejar de pronto el sexo y las drogas para provocar una matanza (“radicalización express”) revela al menos este impulso antropológico hacia la claridad del mal como empoderamiento súbito y definitivo. El que se puedan medir sus efectos --contar sus víctimas-- en público y con toda objetividad entraña a su vez dos consecuencias, una afectiva y otra mecánica. A través de la violencia cruzo una línea visible de la que no se puede volver atrás: adquiero delante de todos un compromiso mucho más fuerte que el del matrimonio o el del trabajo; un vínculo que, a través de la violencia y sus muertos contables y no de la presunta ideología que la justifica, deviene por eso “religioso”. Toda matanza es, sí, religión; y convierte en sacerdotes a sus ejecutores. Se haga en nombre de Dios o de la Revolución o de la Civilización, es fácil ceder a la ilusión de que la violencia que mata a los otros salva al mismo tiempo nuestras almas. 

Del mismo modo, la banalización de la muerte contable inscribe la violencia en un “mecanismo” irreversible y ampliado. Desde el mismo momento en que contabiliza sus muertos, la violencia reproduce la lógica laica --infinita-- de los récords. El terrorismo se alimenta mucho menos de “doctrina” que de la ansiedad de superación. Lo que importa es el número, cuya levadura sin fin genera una epidemia de rivalidad emulativa. El terrorismo tiene sus ídolos, a los que todos quieren imitar y superar: 16 muertos, 50 muertos, 2000 muertos. Es esta ansiedad numérica laica, y no una doctrina religiosa, la que disuelve en la pura contabilidad la diferencia entre civiles y militares o entre niños y adultos: todos suman por igual. El terrorismo es religioso porque mata; es laico porque mata sin hacer diferencias.

Ahora bien, que el mal sea contable y el bien inconmensurable facilita a su vez el trabajo de teorización y defensa de la violencia por parte de una especie que, además de contable, es “razonable”. La “radicalización express” de jóvenes incrédulos y juerguistas revela hasta qué punto su relación con el islam es contingente y superficial: podrían matar en nombre de cualquier otra cosa. Necesitan, en todo caso, inscribir esa contabilidad mortal --con su empoderamiento fulminante y su ansiedad de récord-- en su contrario inconmensurable. Sólo podemos medir el mal y nadie quiere ser un malvado.

La empresa capitalista genera muertes y desigualdad, pero estimula la investigación y aumenta la riqueza. El yihadismo, por su parte, patrocina degüellos y matanzas de inocentes, pero acelera así el establecimiento del reino de Dios (mientras que Bachar Al-Asad, asesinando a cientos de miles de sirios, nos protege a todos del terrorismo). En definitiva, como no sabemos medir el bien, acabamos concluyendo que lo contrario de una bomba… son dos bombas. Esto se aplica también a las políticas anti-terroristas de nuestros gobiernos y a sus intervenciones armadas en el exterior.


Matar es fácil y barato; sus efectos son mucho más vinculantes que el amor y encarrilan el mecanismo infinito de los números. Por eso, al contrario de lo que pretende Hollywood, el mal ha triunfado siempre. Triunfará. Se va a repetir. Frente a él, todo lo que podemos hacer es repetirnos nosotros también. ¿Repetir qué?

Repetir, si se quiere, lo inconmensurable. No sabemos cuántas vidas salva una caricia, un verso, un puente, una buena ley, una canción de Leonard Cohen o los frescos del Signorelli; aún más, si desapareciesen los versos y los puentes, las montañas y las canciones y las leyes, su ausencia sería también inconmensurable, de manera que nadie percibiría el daño. La humanidad retrocedería sin notarlo. No hay ninguna relación necesaria entre la belleza, la verdad y la justicia y cada vez que hemos querido establecer una en el mundo hemos introducido más bien una cadena de contabilidad mortal. Pero repetir lo inconmensurable --también lo sabemos-- es interrumpir brevemente la contabilidad asesina. Es lo único que podemos hacer. 

"The Damned Cast into Hell"  Luca Signorelli
San Brizio chapel, Orvieto Cathedral, Italy

Lo contrario de una bomba debería ser una caricia, que no hace ruido y no deja marcas. El bien, inconmensurable, es tan concreto como las cuchillas y sus heridas; se ocupa de los cuerpos vivos sin ninguna certeza. Los besos no dejan escombros pero son también infinitos; las leyes no impiden las bombas, pero crean las condiciones para desactivarlas. Todo puede fallar --la democracia, el derecho, la justicia económica, la educación, el arte, el amor-- pero no deberíamos empujar en esa dirección.

Sabemos qué es lo contrario de dulce y lo contrario de abierto; e incluso sabemos que lo contrario del desierto es el bosque. Pero no sabemos qué es lo contrario de una bomba. La bombas no tienen contrarios. Sólo tienen supervivientes. De lo que hagamos los supervivientes dependerá, pues, la relación de fuerzas --necesariamente política-- entre el mal necesario y contable y el bien contingente e inconmensurable.


FUENTE: ctxt.es 
La Boca del Logo
Santiago Alba Rico 
22 de Agosto de 2017

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