El primer recuerdo que tengo de un caso de censura y persecución religiosa fue en los 90 y aquello no se llamaba ni censura ni persecución, sino ser educado. Tendría unos ocho, nueve, diez años, me tocó como testigo y me puse de parte del censor. En una de esas estampidas que se forman cuando suena el timbre del recreo, un compañero gritó por el pasillo algo que, inmediatamente, todos supimos que contenía trazas de delito.
En un colegio concertado, gestionado por un fanático religioso –aún llegan a casa de mis padres boletines de varias sectas católicas a las que ese hombre mayor con aspecto de obispo frustrado nos iba apuntando–, usar la palabra “hostia”, no era algo que pasase desapercibido.
¿Quién ha dicho “esa palabra”?, preguntó una profesora de la Gestapo que vigilaba el pasillo, sin necesidad de repetir “hostia” para que los demás supiésemos de qué se trataba “esa palabra”. Como sociedad perfecta que era aquella, no fue necesaria una larga investigación para dar con el culpable, ya que algunos compañeros, pequeños ciudadanos educados en la responsabilidad y el sentido común, colaboraron inmediatamente con la justicia señalando con el dedo al autor de “esa palabra”.
Identificado el criminal, sus posibilidades de librarse de una dura condena pasaban por pedir perdón, según le indicó otra profesora fiscal que se unió al caso. Para sorpresa e indignación de los niños allí presentes, el compañero no lo hizo: se negó a pedir perdón, desafiando al Estado de Derecho de manera innecesaria y con un claro ánimo de provocación. Lógicamente, cayó sobre él todo el peso de la ley y se quedó sin recreo.
Todos aprendimos aquella mañana que el uso de “esa palabra”, que ofendía a Dios, se pagaba caro. Casi tres décadas después, uno ha crecido y ha aprendido a valorar la cabezonería de aquel compañero de clase que se negó a pedir perdón. Pero la sensación de seguir rodeado de profesoras de la Gestapo y ciudadanos “responsables”, sigue intacta.
Tras cagarse en Dios y en la Virgen María en su muro de Facebook, tras ser señalado con el dedo infantil y fanático de la Asociación de Abogados Cristianos –una secta que, por algún motivo, no manda publicidad a casa de mis padres–; tras ser citado por un juez para tomarle declaración de la blasfemia; tras negarse a acudir a la cita; tras ser detenido por la policía; tras dormir una noche incomunicado en un calabozo; tras quedar en libertad pendiente de si el juez lo procesaba o no por un delito absurdo contra los sentimientos religiosos; hoy tocaba ver qué pasaba con el caso de Willy Toledo, ese alumno maleducado al que muchos ciudadanos responsables observan indignados. Tocaba ver si seguimos viviendo en una especie de pasillo de colegio concertado de los años 90 o si habíamos avanzado algo.
La noticia es que no solo no hemos avanzado, sino que hemos recorrido hacia atrás unos metros de pasillo. Willy Toledo se queda sin recreo y será juzgado en un retorcimiento novedoso del famoso artículo 525 del Código Penal, considerando su blasfemia en un espacio personal como un ataque a los sentimientos religiosos de otros. Ya no hace falta irse a la puerta de una Iglesias a acabar la digestión para ser juzgado. Con decirlo en un espacio en el que alguien pueda escucharlo, es suficiente. O lo que es lo mismo: nuestro espacio, nuestro derecho a cagarnos en dios, en la paloma y en la carpintería de José si tenemos un apretón, está rodeado de profesoras de la Gestapo vigilantes.
"Lo mío es sagrado y tienes que bailar al ritmo que yo te marque". De eso va la novedad en el caso de Willy Toledo, un caso que abre la puerta a que el fanatismo infantil de sectas amparadas por jueces motivados, nos lleven a sitios absurdos. ¿Por qué no perseguir a quien use, como aquel niño, la palabra hostia en vano, si este uso ofende y agrede a algunos? O, yendo más allá, ¿por qué no entender que los sentimientos religiosos también pueden ser atacados por omisión?
¿No es la falta de respeto máxima hacia los católicos negarles la existencia de su Dios? Si es así, ¿por qué no procesar por ataque contra los sentimientos religiosos a los ateos que lo declaren públicamente? O, uniéndonos a la fiesta absurda, ¿por qué no hacer culto religioso de Willy Toledo? El tipo te gustará más o menos, pero al menos él existe.
Hagamos una religión cuyo único mandamiento sea el de respetar cada una de las cosas que el actor suelte por su boca. Que nadie, por ley, pueda mofarse del santísimo Willy bajo castigo del Código Penal, porque a algunos nos podrían ofenden las burlas hacia su santísima persona.
Hay que aclararse: o salimos de los pasillos asfixiantes o entramos todos en ellos. Si entramos, por respeto hacia mi creencia, no se les vaya a ocurrir hablar mal de Willy Toledo. Y, a ser posible, récenme cada mañana un “Willy Toledo, que estás en los cielos”, o me sentiré tan ofendido que nos veremos las caras en los tribunales.
FUENTE: ctxt.es
Tecetipos
Eduardo Tecé
26/09/2018
Los del dedo acucica siempre fueron los más miedosos. Lo eran antes y lo siguen siendo ahora.
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