Se observan muchos detalles inauditos en Rafael Hernando.
Para empezar, se toma en serio a sí mismo. Hasta hoy nadie ha emitido
una sola explicación con solidez científica que ayude a comprender cómo
puede suceder una cosa así. Al diputado del PP se le echa en falta un
collar de pinchos. Es el único guardián que no se limita a proteger la
finca, sino que sale a la calle a repartir mordiscos preventivos. Más
que ningún otro, nos ha descubierto el cometido oculto del cargo de
portavoz parlamentario del partido de Gobierno: ser un portero
ideológico. Machacar debates o ponerlos a la cola (y ralentizar la
cola), pedir carnets, repasarte de arriba abajo, resoplar, perdonarte la
vida.
No obstante, lo cierto es que Hernando es un hombre hecho a
sí mismo: ha necesitado años para convertir toda esta displicencia en
un rostro acorde. Unos párpados superiores predominantes, perfectos para
fingir pereza; en esa ambición, se estructuran también unas cejas
cansadas de antemano que le han acabado delineando unas arrugas en la
frente propias de quien anda siempre con un par de graditos de fiebre.
Posee, por otra parte, un belfo retráctil que acentúa todavía más esos
empujones de mandíbula que usa para dispensar reproches: se construye
así un bufar muy taurino, muy español, que al final es lo que cuenta.
Por supuesto, se las compone para que todo esto se articule con una
dosis suficiente de sobreactuación. La idea es que cualquier argumento
contrario, al llegar a su cara, quede ridiculizado. Hay otro rasgo que
refuerza la performance hernandista: su juego de brazos.
Necesitamos verlo en la tribuna del Congreso. La mano izquierda apoyada
en la madera, el codo levantándose, acangrejando el brazo al estilo de
Gandía (shore). Mientras tanto, el índice de la mano derecha
alecciona; señala sin demasiadas ganas porque lo principal es dejar
claro que el interpelado, a pesar de su ineptitud (o precisamente por
ella), no merece la más mínima tensión de ligamentos por su parte.
Cree que faltan hostias en el mundo, que se dan muy pocas,
y así está el patio, claro: cualquier piojoso grita y hasta reivindica
derechos cuando lo primero que debería hacer es ducharse. Cuando
Hernando mira muy serio a un adversario político, cuando parece que
escucha y se concentra y se le pone un gesto tierno, casi modoso y
placentero; cuando sucede esta anomalía de que le hablen y él se calle,
en realidad, lo único que está pensando podría resumirse de la siguiente
forma: “A ver, en qué lado de la cara preferirá este hombre que le
suelte una galleta”.
Su forma de hablar arraiga en esta certidumbre. En los
años treinta, por ejemplo, o en la inmediata posguerra (en definitiva,
en cualquier época en la que soltar una mascáde tanto en tanto
no implicara denuncias ni desprestigio y, encima, se recibieran aplausos
por ello), Rafael Hernando habría sido un tipo silencioso. Seguramente
tomaría té soplando muy despacito sobre la taza. Acaso por esa
frustración, pasea un rictus como de haberse metido en la boca, sin
darse cuenta, un trozo de rábano podrido.
Al final, tantas limitaciones lo han llevado por el camino
de la superstición. Piensa que si cuando habla no ofende a nadie,
dejará de existir, lo cual le aterra. Por eso, buenamente, el hombre
intenta que salgan de sus intervenciones un par de sentimientos heridos
(los de un diputado, los de las víctimas de una dictadura; esas
cosillas). Se puede percibir el momento exacto en que cree haber hecho
daño: se le entornan los ojillos y se le ríen los pómulos, que no la
boca.
FUENTE: ctxt.es
Fauna ibérica / Caricatura literaria
Esteban Ordóñez
13/06/2017
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