Los Presupuestos de Rajoy pretenden salvarnos a costa de condenarnos por nuestro propio bien
Enrique Gil Calvo 29 MAR 2012 - 00:00 CET
Este título es un homenaje a Michael Oakeshott, el filósofo conservador que rompió con los tories tras el giro neoliberal adoptado por Thatcher, pues su testamento intelectual publicado póstumamente, aunque escrito 50 años antes, se titulaba La política de la fe y la política del escepticismo. Y parafraseando su opúsculo, podríamos decir que la retórica contemporánea del poder fluctúa entre la política de la esperanza, típicamente progresista, y la política del temor, más propia del pensamiento conservador. La política de la esperanza nos ilusiona con la oferta de promesas estimulantes mientras que la del temor esgrime riesgos y amenazas por venir. Y esta ambivalencia se da en las dos orillas del espectro ideológico: la socialdemocracia ha pasado de ofrecer más y mejores derechos sociales a alarmar a los asalariados con el próximo derrumbe del Estado de bienestar, mientras que los neoliberales han dejado de tentar a las clases medias con burbujas especulativas para pasar a atemorizarlas con el miedo al desclasamiento social.
Aquí me voy a centrar en la política del temor, de larga tradición en la retórica del poder, para sugerir que estaríamos asistiendo a un giro copernicano en su metodología argumental. Según creo advertir, hemos pasado de la vieja política xenófoba, típica del populismo sectario, a la nueva política de la intimidación, que está ocupando su lugar en la actualidad. El populismo lucha por el poder (y lo ejerce) mediante la siembra del miedo y el odio a los otros (a los extraños, al adversario), según la matriz originaria del nazismo hitleriano. De ahí que podamos definir su retórica sectaria como política de la fobia. Mientras que el conservadurismo actual, ejemplificado por la canciller Merkel, gobierna mediante lo que denominaré política del amedrentamiento, empleada para imponer la austeridad fiscal como terapia contra la crisis. Y esta otra política intimidatoria ya no se basa en infundir el miedo a los otros como presuntos culpables sino en despertar el temor a nosotros mismos. Veamos esquemáticamente sus contrapuestas estrategias políticas.
En cambio, la retórica del amedrentamiento utiliza como encuadre el marco del padre estricto de George Lakoff (popularizado en su libro No pienses en un elefante), aunque quizá deberíamos llamarlo en nuestro caso el frame de la matriarca punitiva, si tenemos en cuenta que en Europa continental lo está imponiendo Angela Merkel. Su objetivo principal es unificar al demos para igualarlo borrando sus diferencias de clase, identidad o status, buscando generar así un consenso unánime o al menos mayoritario que pueda traducirse en apoyo electoral al poder. Así se genera una espiral del silencio que permite desmovilizar, inhibir y acallar a todos por igual, imponiéndoles una estricta disciplina simbólica capaz de dominarlos moralmente. Y todo ello con objeto de obtener de buen grado su conformista consentimiento por unanimidad.
Por supuesto, estas dos estrategias retóricas, la de la fobia y la del amedrentamiento, que representan las dos caras de la política del miedo, no son incompatibles entre sí. Por el contrario, suelen esgrimirse con ambivalencia, bien alternándolas sucesivamente o bien aplicándolas de forma simultánea, la una con mano izquierda y la otra con la diestra, de modo que se complementen y equilibren entre sí. Así, la política de la fobia se usa para culpar y castigar selectivamente a ciertos enemigos designados: como los inmigrantes, los griegos o los sindicatos. Mientras que la política de la intimidación se usa para culpar y castigar indiscriminadamente a todos por igual mediante la política de la austeridad punitiva, buscando de este modo el consentimiento unánime: mal de muchos consuelo de todos. Y eso de acuerdo al refrán rescatado por Toni Domènech para esta infausta ocasión: “Lo poco espanta, lo mucho amansa”. Pues el sacrificio expiatorio de los griegos, espanto de unos pocos, representa una lección ejemplar que amansará a muchos más, a fin de obtener lo que realmente se pretende: el sometimiento general. Una sumisión que la derecha española está lejos de lograr, visto el resultado electoral del domingo y la huelga general de hoy mismo: lejos de amansarse, nuestras clases populares parecen dispuestas a resistir.
Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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