¿La cultura puede delinquir? ¿Por qué en un Estado cuya Constitución defiende la libertad de expresión se pueden prohibir canciones, libros y obras de teatro? ¿Por qué un partido político puede intervenir ante una empresa privada para boicotearla si ésta celebra determinados eventos? Las cuestiones planteadas no son más que algunos síntomas de los tiempos aciagos que atraviesa la sociedad actual en nuestro país. Un periodo lleno de prohibiciones, vetos, boicots y persecuciones. Un tiempo que se podría describir como una caza de brujas, en el que determinados poderes buscan censurar aquellas ideas que se salen de la norma.
Muchos piensan que la censura es un mecanismo extinto, una práctica ejercida por regímenes dictatoriales en épocas pretéritas. Un tiempo en el que para expresar según qué pensamientos había que pasar el filtro de una censura estatal ejercida por rigurosos comités de edición en diarios, revistas y demás campos culturales. Pero nada más lejos de la realidad. La obstaculización a las manifestaciones culturales y las ideas, es decir, la censura, siempre ha estado activa o, mejor dicho, nunca ha dejado de operar.
Quizá lo que ha cambiado desde entonces es que ahora no sólo la ejercen los Estados, el establishment, las empresas y los medios de comunicación, sino también la propia sociedad. En efecto, la vigilancia no sólo la ejerce el funcionario de turno, sino nosotros mismos, personas anónimas que, imbuidas por las nuevas formas de sociabilidad, el espectáculo y las nuevas tecnologías, dedicamos parte de nuestra atención, en ocasiones partidista, incluso paranoica, a vigilar en mayor o menor medida mensajes que consideramos dañinos en diferentes espacios y formatos: música, prensa, redes sociales, cine o literatura.
No somos conscientes de que así nos convertimos tanto en censores como en garantes de lo que se puede o no se puede decir, poniendo, en consecuencia, límites a la libertad de expresión. Y es que, en estos momentos en los que se antepone “lo políticamente correcto” a la posibilidad de que uno/a exprese lo que le venga en gana, se ha comenzado a perseguir la aparición en la esfera pública de ciertas expresiones y formas de pensamiento, a menudo contestatarias, a las que se considera peligrosas e incómodas para el interés común.
Así, cada vez se levantan más voces que denuncian retrocesos, tanto en la libertad de expresión como en el derecho a la información, señalando que el problema no es qué decisiones toma el Estado para legislar tales o cuales expresiones, sino los movimientos de presión que se están llevando a cabo contra la opinión pública.
Contra todo pronóstico, su empuje e influencia no conduce al silencio: provoca miedo en quienes ansían expresarse libremente. Genera temor, alarma y, en definitiva, desconfianza a expresar ciertas ideas que, fruto del revuelo mediático, tienden a desaparecer en un corto periodo de tiempo. Miedo a uno mismo. Miedo a quedarse a solas en medio de un ruido mediático que provoque que su identidad se vea amenazada y disuelta.
Y es en este contexto dónde cabría realizarse la siguiente pregunta: ¿qué pasa por la cabeza de una persona, de un escritor, músico, actor, periodista, etc. cuando un grupo determinado de gente que enarbola la bandera de lo políticamente correcto decide presionar al Estado para que impida dar cauce público a sus pensamientos, poniendo en consecuencia límites a la libertad de expresión?
Normalmente, quienes llevan a cabo este tipo de acciones, que se levantan para impedir que otros expresen lo que, a su juicio, es algo desagradable, suelen asegurar que lo suyo no es censura; y rigurosamente es cierto, porque en realidad no tienen la capacidad de suprimir aquellas ideas que les resultan incómodas y peligrosas. He ahí el triunfo de la ‘nueva censura’: hacernos creer que no existe, convenciéndonos con argumentos tales como evitarnos el mal trago de tener que aguantar ciertas ideas.
Sin embargo, los juristas especializados en materia de libertad de expresión entienden que este tipo de acciones -vengan del Estado, de una empresa o de la opinión pública-, si no son instrumentos de la censura son como mínimo un claro mecanismo de control, pues, por ejemplo, tras un perfil de una red social puede haber un seudónimo, y tras ese sobrenombre, un determinado interés.
Cuestiones como las señaladas se pudieron ver en el documental Tijera contra Papel (Historia de la nueva censura), que fue presentado el pasado día 5 junio por Gerard Escuer (director y co-guionista) en el festival Barcelona Creative Commons Film Festival. Una pieza en la que se analizan los casos de boicot, obstaculización y censura más significativos de los últimos años en el campo de la cultura, sobre todo, en lo que se refiere a los casos ocurridos en la producción musical.
Con testimonios de protagonistas como Pablo Hasel, César Strawberry (vocalista de Def Con Dos), Los Chikos del Maíz, La Insurgencia, Reincidentes, Títeres desde abajo o Facu Díaz, que son contrapesados con la opinión de especialistas como Virginia Pérez Alonso (codirectora de Público y presidenta de la Plataforma en Defensa de la Libertad de Información -PDLI-), Jakue Pascual (doctor en Sociología) y el historiador Aritza Sáenz del Castillo, Tijera contra Papel pone sobre la mesa un debate más que necesario para los tiempos que corren: los límites de la libertad de expresión.
Un tema cuanto menos controvertido, que nos sumerge dentro de una guerra cultural en la que todos somos protagonistas. Un debate que, guste o no, está profundamente marcado por las redes sociales, la crisis de legitimidad de la prensa y la corrección política, los cuales juegan un papel esencial en todo esto. En definitiva, como ha estudiado Guillem Martínez, una guerra cultural en la que cada bando traza líneas rojas que merman la libertad de expresión de los demás y que provoca un choque de sensibilidades y de visiones del mundo completamente enfrentadas: la sociedad de la vigilancia mutua donde todos somos censores y trabajamos con esfuerzo en nuestra misión. Sin duda, a tenor de las circunstancias, el documental Tijera contra Papel se presenta necesario para, como mínimo, empezar una conversación.
FUENTE: publico.es
Opinión - Otras miradas
David Mota Zurdo
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