Niño hurtando miguitas de pan a los gorriones
Ser pobre es fastidioso. No sólo por la molestia
constante y poco reparable de la pobreza misma, sino porque acarrea la
sombra de una sospecha permanente. Los pobres son (somos) mala gente,
estafadores en potencia, ladrones, defraudadores, impostores. Vivo con
un pie en el mundo de los pobres y otro en el de los ricos. Cuando soy
pobre, me cachean, me increpan y me tratan de usted, que es la fórmula
despectiva del castellano. Cuando soy rico, entro sin que nadie me
toque, me ríen los chistes y me tratan de tú, que es la fórmula de
respeto.
Mi condición de escritor me permite vivir en ambos
mundos. Me invitan constantemente a dar charlas, a ferias, a festivales y
a todo tipo de saraos festivo-artístico-literarios. Escribo este
artículo en un AVE camino de Málaga, de hecho, y no he pagado el importe
del billete ni el hotel donde voy a dormir esta noche. Esa vida suele
implicar atenciones y deferencias que no disfruto en mi vida de pobre.
Me invitan a comer en restaurantes a los que no iría si tuviera que
pagarlos yo, me reservan hoteles que no me plantearía para mis
vacaciones, me ponen coches con chófer cuando es necesario y me asignan
cicerones que se preocupan por sacarme de paseo y abonar la cuenta de
las primeras copas.
No siempre, claro, pero no es infrecuente. Sarao tras sarao y hotel tras hotel, me he dado cuenta de que una de las ventajas de ser rico, incluso de ser un rico de pega y provisional como lo soy yo (un rico profesional, que interpreta el papel de rico como parte de su trabajo), es que nunca tienes que dar una explicación, nunca eres un intruso. Conserjes, recepcionistas, guardias de seguridad y camareros son tus amigos. Te sonríen, te miman y se alían contigo. Quizá quien ha nacido rico no encuentre nada extraordinario en este hecho, pero todos los chicos pobres de barrio hemos crecido creyendo que el trabajo de conserjes, recepcionistas, guardias de seguridad y camareros consistía en echarnos de los portales, decirnos que allí no podíamos entrar y enseñarnos el cartel de reservado el derecho de admisión.
Los dependientes del Corte Inglés, tan amables cuando
te ven interesado por la tele más grande de la planta de electrónica,
formaban parte de esos enemigos que no nos quitaban ojo cuando
merodeábamos por los pasillos. Porque el rico pasea. El pobre merodea.
¡Este Gustavo!
Fui hasta el final del metro de Madrid, muy al norte, a
un lugar donde me suelen llevar en coche o en taxi, pero esa mañana me
venía bien el metro. Como salía del término municipal de Madrid y se
aplicaba una tarifa especial, la megafonía del tren metropolitano recordaba en cada estación
que los pasajeros debían tener el billete correcto (más caro) si querían
seguir viaje. Ya estaba expuesta la información, no creo que nadie en
ese tren ignorase aquello. De hecho, los tornos no se abren si no llevas
el billete adecuado. ¿Por qué tanta insistencia? Porque no te puedes
fiar de los pobres. Los gestores del metro creen que transportan a
gentuza que se colará y burlará todos los controles.
Por eso se empapela todo con advertencias de multa
para los infractores. En el tranvía de mi pueblo, la megafonía recuerda
también constantemente que todos los viajeros han de ir provistos del
correspondiente título de transporte. Esa es otra muestra de desprecio
al pobre: hablarle con perífrasis. A un rico le piden el billete. A un
pobre le solicitan el título de transporte.
Hace unos meses me llamó una chica muy amable que decía ser de Iberia. Le llamo porque es usted titular de una tarjeta Iberia, dijo, y queremos ofrecerle esta otra tarjeta para que acumule puntos y gane vuelos. De acuerdo, se me ocurrió decir, y empecé a responder sus preguntas. Por ellas deduje que en Iberia estaban convencidos de que yo era un potentado. Tenía varios viajes transoceánicos en los últimos tiempos, alguno en clase business, y apuntaba maneras de perfil de ejecutivo. Lo que no debía de saber la chica es que no había pagado ni uno solo de ellos, eran invitaciones para dar charlas y participar en festivales literarios, y la cuenta de gastos corría a cargo de mis anfitriones. Por eso no supo encajar la respuesta que le di cuando me preguntó por mis ingresos medios anuales. Dios mío, debió de pensar, llevo quince minutos hablando con un pobre. Y lo que es peor: llevo quince minutos tratándole como si fuera rico. Se acabó la amabilidad. Bueno, dijo azorada. Ya recibirá la información en su correo. Y colgó. Qué pena, pensé. Parecía maja, estaba disfrutando de la conversación.
Este sentimiento continuo de sospecha hace muy
fatigosa la vida del pobre, pero yo no me había dado cuenta hasta que me
tocó ser rico. Aunque sólo me toca ser rico una vez a la semana, noto
mucho el contraste. Ocurre en todas partes. Una declaración de la renta
baja activa más alarmas en la Agencia Tributaria que una millonaria.
¿Qué se ha creído este pobre, que nos tragamos que vive con esos
ingresos? Hazle una inspección, que estará cobrando en negro.
FUENTE: http://ctxt.es
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Sergio del Molino
30 de
Octubre de
2016
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