Bertín Osborne (caricatura de Luis Grañena)
Camina por la televisión con esos andares de semental con privilegios que se les pone a los toros indultados.
Hace de campechano y hay que aguantarlo. Es más o menos andaluz a conveniencia: su jerezanía es condicional. Adora pronunciar mal los participios, dejarlos mal acabaos, cree que rompiéndoles la ‘d’ se acerca al populacho.
Ya se sabe que la campechanía es un truco para que los pobres nos traguemos que mañana podríamos ser también millonarios o monarcas. Bertín exhibe su temperamento de taberna a punto de cerrar y la gente aplaude. Es muy humilde, se dice, diferente a otros ricachones, se dice. Sin embargo, no es que se acerque al pueblo, más bien desciende sobre él a la manera clásica del terrateniente graciosete, o sea, un poco como una aparición mariana. Y más nos vale agradecérselo porque se trata de una concesión, de benevolencia latifundista. Además, nada le fastidia tanto como que le rompan el personaje.
Latifundio (Andalucía)
Confía en que su tonito incombustible de chiste escatológico rompe cualquier argumento inconveniente, pero si no ocurre así, se enciende. “Me estoy encabronando”. El hecho de avisarlo constituye un defecto de la casa. La gente común se encabrona sin más, no obstante, los billeteros de estirpe advierten, porque su verbo es poder y hay que clavarse en firmes.
Engaña a muchos con su simpatía, pero hay que fijarse más. En su ceño hay una arruga latente, un pliegue pequeño y cerrado como un prepucio retraído. Una huella de que sus enfados contienen un punto muy macho y muy viril. Incluso podría pensarse que tontorronea tanto para que no le regrese el gesto a su estado original. Sólo la cara en reposo desvela la personalidad genuina.
Tiene brazos abarcadores, pero, sobre todo, juguetones y caprichosos para cortar el bacalao. Todo su tren superior está muy contento de haberse quitado la ropa de rico. Aun así, las camisas se le asientan en los hombros con la despreocupación que da poseer buenas bodegas. Ese rollo aireado y de sol a deshora, sin duda, forma parte de su atractivo.
Es un guapo en retirada desde hace muchos años porque la belleza de factura soberbia es más transitoria que cualquier otra. La vanidad moldea las facciones con mayor intensidad que otros rasgos del carácter: estira mucho el rostro y exige tanta piel que, al final, uno tiene más cara de la que puede mantener y se queda con un aspecto de cama deshecha. Tal vez por eso, cuantos más años pasan más se ríe, para dar cobertura y esqueleto a la doble cara que le cuelga.
Gusta mucho a las señoras de antes, que creen que al hombre le hace falta mucho pelo en la voz, al menos a cuatro cabellos por poro, y unas orejas muy pegadas a la cara. Este sector femenino no ve que su canallería risueña no es más que un remiendo televisivo de una despreciable chulería de manual.
Cuando habla con una mujer, se nota que le gustan los caballos (preferiblemente si es joven). La mira con vocación mercantil y de asueto, explora disimuladamente la fisonomía femenina, analiza la dentadura, la jovialidad y la predisposición de la piel; parece calcular la mecánica de la cadera, su capacidad de amortiguación. Y entonces le sube un ruborcillo, se le sonríe hasta la hebilla del cinturón. Qué guapa está Sara Carbonero. De hecho, su cinturón expresa una nostalgia de hombre cabal, de tiempos en que el pantalón se ajustaba al borde o, incluso, por encima del ombligo. También le gustan las rancheras, un género de nalga azotable y renqueante. En cada ranchera hay una intención que es una mezcla de doma y de reproche.
En sus ojos hay, a veces, una ligera desorientación no achacable a ninguna bizquera ni estrabismo, sino a la sospecha y la vigilancia, parece como si llegara de cometer algo inconfesable y revisara a los presentes, amenazándolos veladamente, conminándolos al silencio, a punto de encabronarse de nuevo.
FUENTE: ctxt.es
Fauna Ibérica
Estaban Ordóñez
19/04/2016
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