Yo la amé, y era de otro, que también
la quería.
Perdónala Señor, porque la culpa es
mía.
Después de haber besado sus cabellos
de trigo,
nada importa la culpa, pues no
importa el castigo.
Fue un pecado quererla, Señor, y, sin
embargo
mis labios están dulces por ese amor
amargo.
Ella fue como un agua callada que
corría...
Si es culpa tener sed, toda la culpa
es mía.
Perdónala Señor, tú que le diste a
ella
su frescura de lluvia y esplendor de
estrella.
Su alma era transparente como un vaso
vacío:
yo lo llené de amor. Todo el pecado
es mío.
Pero, ¿cómo no amarla, si tú hicistes
que fuera
turbadora y fragante como la
primavera?
¿Cómo no haberla amado, si era como
el rocío
sobre la yerba seca y ávida del
estío?
Trataré de rechazarla, Señor,
inútilmente,
como un surco que intenta rechazar la
simiente.
Era de otro. Era de otro que no la
merecía,
y por eso, en sus brazos, seguía
siendo mía.
Era de otro, Señor, pero hay cosas
sin dueño:
las rosas y los ríos, y el amor y el
ensueño.
Y ella me dio su amor como se da una
rosa
como quien lo da todo, dando tan poca
cosa...
Una embriaguez extraña nos venció
poco a poco:
ella no fue culpable, Señor... ni yo
tampoco
La culpa es toda tuya, porque la
hiciste bella
y me diste los ojos para mirarla a
ella.
Sí, nuestra culpa es tuya, si es una
culpa amar
y si es culpa de un río cuando corre
hacia el amar.
Es tan bella, Señor, y es tan suave,
y tan clara,
que sería pecado mayor si no la
amara.
Y por eso, perdóname, Señor, porque
es tan bella,
que tú, que hicistes el agua, y la
flor, y la estrella,
tú, que oyes el lamento de este dolor
sin nombre,
tú también la amarías, ¡si pudieras
ser hombre!
José Ángel Buesa
(1910 - 1982)
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