Recuerdo a tres mujeres saharauis
de la cercana y entrañable África.
Cada vez que pisaban los caminos
de polvo sus sandalias,
despiertan una nube voladora
que llega hasta Canarias:
siroco isleño, hermano
rojo polen de África.
Vuestra tierra es la nuestra; la llevamos
en el pelo, en las uñas, en el alma...
Hoy los sirocos llegan mensajeros
del amargo destierro y de las lágrimas.
Yo pensé este poema
cuando estuve en el Sáhara
y vi que las mujeres
también sabían disparar las armas:
“Cuando perece un hombre
se ha quebrado una espada;
si muere una mujer
muere el yunque y la fragua.
El hombre es hoy y ayer,
la mujer es mañana.
Que ella vierta su sangre
sobre el sagrado Sáhara
cuando alumbra una vida,
nunca cuando se apaga”.
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