Es el “efecto goteo”, dicen: el apoyo gubernamental a las multinacionales españolas redunda en beneficio de toda la sociedad… Está por ver. pero mientras ese maná llega, los auténticos beneficiados son toda una pléyade de políticos que recalan con sueldos desorbitados en las empresas que mimaron desde sus cargos oficiales. Nadie, sin embargo, parece capaz de impulsar una regulación que cierre de un portazo tanta puerta giratoria.
Cuando en abril de 2012, la presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner anunció la expropiación de YPF, el Gobierno español se apresuró a asegurar que defendería “los intereses de cualquier empresa española en el resto del mundo”, como lo expresó el ministro de Industria, Energía y Turismo, José Manuel Soria. Los dirigentes del Gobierno y de Repsol, en una lectura hecha casi en clave patriótica, aunaron sus voces al calificar la decisión de la Casa Rosada como un atentado a la seguridad jurídica. En España, la decisión del Gobierno argentino se leyó como una afrenta; al otro lado del océano, la expropiación del 51% de YPF, la petrolera estatal que fue privatizada en 1992, se entendía como una deuda pendiente del Estado que ni siquiera la agresiva prensa opositora se atrevió a criticar más allá de cuestiones de forma.
Pasada la tormenta, surge la pregunta de si tendrían razón los argentinos para alegrarse tanto, y los españoles para indignarse, con la expropiación de YPF. Pese a las amenazas del Estado español, a Argentina pronto le salieron novias para explotar las recién descubiertas reservas de petróleo y gas de Vaca Muerta, en la provincia patagónica de Neuquén, con la polémica técnica de la fractura hidráulica o fracking. El socio escogido por Argentina fue Chevron-Texaco, una compañía prófuga de la justicia ecuatoriana, donde fue condenada a pagar 7.000 millones de euros por 20 años de vertidos contaminantes en la selva amazónica. Es más: la Corte Suprema de Argentina anuló el embargo decretado por un juez para pagar la multa, al mismo tiempo que YPF y Chevron llegaban a un acuerdo sobre Vaca Muerta que otorga notables privilegios a la petrolera norteamericana. Las comunidades mapuches que durante años plantaron cara a Repsol no parecen haber mejorado su situación.
¿Y del lado español? El apoyo diplomático brindado a las corporaciones por los políticos de uno y otro signo y también por Juan Carlos I, que fue durante su reinado el embajador de las empresas españolas, contiene un argumento implícito -y a veces explícito-: que el bienestar de esas compañías privadas redunda en el bienestar de la sociedad española en general. “El efecto goteo”, que dicen los economistas. Sin embargo, Repsol, como casi todas las empresas que cotizan en el Ibex 35, elude pagar impuestos en España a través de una trama de empresas filiales localizadas en paraísos fiscales. En un cuestionario remitido a esta reportera, Repsol admite que dos empresas de su entramado societario están radicadas en territorios con beneficios tributarios. “Una sociedad está constituida en Bermudas y se dedica a actividades aseguradoras; la otra está constituida en las Islas Caimán y se dedica a actividades financieras”; eso sí: según Repsol, la presencia del grupo en esos paraísos fiscales obedece a “legítimas razones de negocio y no a un propósito de limitar la transparencia de sus actividades”.
Obras de ampliación del Canal de Panamá (Sacyr)
Sacyr también tributa en paraísos fiscales, lo que no ha sido obstáculo para obtener el apoyo de los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero y de Mariano Rajoy. Hoy, tras la polémica desatada en Panamá por las obras de ampliación del Canal, el ‘caso Sacyr’ ha puesto en entredicho la llamada marca España. La constructora española encabeza el Grupo Unidos por el Canal (GUPC), que exigió a la Autoridad del Canal de Panamá (ACP) un sobreprecio de 1.200 millones de euros para terminar las obras por “costos imprevistos”. La ACP se negó a lo que calificó de “chantaje” y las obras llegaron a paralizarse.
Esos “sobrecostos” rondan el 50% del total presupuestado por Sacyr y sus socios, que en 2009 ganaron el concurso para realizar la monumental obra con una oferta de 2.243 millones de euros, muy por debajo de lo presupuestado por la favorita, la estadounidense Bechtel. En aquel momento, no pocas voces tacharon la oferta de “temeraria a la baja”, es decir, un precio por debajo de los valores reales de mercado y, por tanto, abocado al incumplimiento del contrato. También extrañó a algunos que el Estado panameño confiara una obra tan decisiva para el país y para el comercio internacional a una empresa que ya tenía problemas financieros.
Bechtel afirmó que el presupuesto de GUPC no daba “ni para el hormigón”; por su parte, la embajada de Estados Unidos en Panamá, que ejerció una enorme presión para dar la vuelta a aquella decisión, calificó la victoria de Sacyr de “desconcertante” y aseguró que “Sacyr está considerada en bancarrota y está siendo apuntalada por el Gobierno español”. Sin embargo, Zapatero ofreció a la compañía su apoyo diplomático e incluso financiero: pese a los informes contrarios de la aseguradora pública CESCE (Compañía Española de Seguros de Créditos a la Exportación), el Estado español concedió un aval de unos 150 millones de euros. De modo que los españoles pagarían los platos rotos en caso de que las obras no llegaran a buen puerto.
Ya con Rajoy en el poder, en 2013 la ministra de Fomento, Ana Pastor, visitó las obras del Canal y enfatizó que crearían empleo tanto en Panamá como en España. Poco importaba que para entonces ya fueran públicas las irregularidades contables en el balance de 2012: con todo y con eso, el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, llegó a proponer que el Estado apoye financieramente a Sacyr para evitar un agujero mayor en las cuentas públicas, que podría llegar a los 3.447 millones de euros si la empresa llegara al concurso de acreedores. Los mayores riesgos derivan de las ayudas a autopistas radiales de Madrid.
Amistades peligrosas
¿Recuerdan al Monstruo de las Galletas?
Como vemos, el apoyo estatal a las transnacionales no deriva apenas de acciones diplomáticas y de una legislación favorable, sino también de ayudas económicas directas. Según un reciente informe de Intermón Oxfam (IO), el apoyo público del Gobierno español a inversiones privadas en el extranjero se ha multiplicado en los últimos años hasta alcanzar en 2013 los 4.215 millones de euros, casi el triple que lo que se destina a la ayuda oficial al desarrollo.
Además, la nueva política de cooperación coloca a las empresas como un eje clave, que a veces termina convirtiéndose en un “instrumento generador de deuda externa”. Lo denunciaba recientemente, Mercedes Ruiz Giménez, presidenta de la Coordinadora de ONGD (Organización No Gubernamental para el Desarrollo): “La política pública de cooperación está siendo golpeada de manera persistente, y lo poco que queda de ella se entrega progresivamente a la gestión del Ministerio de Economía y Hacienda”. Ruiz Giménez cree que la reforma del Fondo de Promoción al Desarrollo (FONPRODE) le asestará el golpe de gracia a la ayuda al desarrollo.
Para Intermón, lo más grave es que las empresas que reciben dinero público no cumplen unos mínimos requisitos de transparencia y respeto de los derechos humanos y laborales. Es el caso, añade IO, de Pescanova en Nicaragua: la empresa se benefició de los créditos de Financiación al Desarrollo (FAD) que el Gobierno español concedió a Nicaragua, mientras mantenía a sus trabajadores con jornadas de doce horas sin descanso, en pésimas condiciones higiénicas y sin derechos sindicales, como han denunciado el Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) y la propia IO.
¿Por qué brinda el Gobierno apoyo a las empresas sin exigir nada a cambio? Pedro Ramiro apunta a las puertas giratorias: en los últimos años, 24 ex cargos públicos en España, la gran mayoría de PP y PSOE, pasaron a formar parte de empresas del sector eléctrico como Endesa, Abengoa, Iberdrola, Red Eléctrica de España, Repsol, Acciona o Gas Natural Fenosa, entre otras.
Recientemente, de golpe se sumaban cinco históricos del PP al consejo de administración de Enagás, entre ellos Isabel Tocino y Ana Palacio, en un momento en el que el Ministerio de Industria debe decidir la nueva regulación gasística, que será decisiva para la compañía.
La legislación española no lo impide: la ley de incompatibilidades se limita a pedir a ministros y consejeros de Estado que dejen pasar dos años entre su actividad parlamentaria y su desembarco en los consejos de administración de las empresas. Pero muchas veces ni siquiera eso se cumple: fue el caso de la exvicepresidenta Elena Salgado, que no tardó ni tres meses en fichar por Endesa Chile después de dejar el Gobierno. En el caso de Sacyr, las opacas relaciones entre empresas y Gobiernos son aún más evidentes: la empresa figura entre los donantes ilegales del Partido Popular, según los ‘papeles de Bárcenas’ y la causa sobre la presunta contabilidad B del PP que investiga el juez Pablo Ruz.
Esas puertas giratorias no son una particularidad del caso español. Un total de 150 organizaciones y movimientos sociales de América Latina, Europa y Canadá han suscrito una declaración conjunta en la que cuestionan la validez de los códigos de carácter voluntario para las empresas que, como el Pacto Global y los Principios Ruggie, está promoviendo la ONU. “Este tipo de iniciativas son promovidas por personas que se mueven entre el sector privado transnacional y el sector público, para defender los intereses corporativos”, señala la declaración, que denuncia “la corrupción de la puerta giratoria” y el poder de los lobbies que se han instalado en los pasillos de las Naciones Unidas.
Solo buenas palabras
El Pacto Global y, en general, el auge de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC) promueven códigos voluntaristas sin carácter vinculante; las legislaciones de los Estados eluden plasmar con claridad las obligaciones de las empresas que invierten en el país; y tampoco el Derecho Internacional relativo a Derechos Humanos dispone de mecanismos jurídicos para garantizar su cumplimiento. Las transnacionales que lideran la inversión extranjera directa (IED), en cambio, sí han sabido armarse de un sistema legal que protege sus intereses: es el llamado Derecho Comercial Global, que las voces más críticas han bautizado como Lex Mercatoria .La ley de la mercancía globalizada. El economista Jeffrey Sachs lo resumió así: “[Tenemos] una cultura de impunidad basada en la expectativa bien comprobada de que los crímenes corporativos son rentables”.
Esa ‘arquitectura legal’ brinda protección a las inversiones de las multinacionales, tales como los tratados de libre comercio (TLC) y los tratados bilaterales de inversión (TBI). Estos tratados son vinculantes y las empresas los hacen valer a través de instancias que velan por su cumplimiento, como el Sistema de Solución de Diferencias de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en el que un Gobierno puede procesar a otro por poner trabas al régimen de liberalización comercial, o el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), del Banco Mundial, donde las empresas pueden demandar a los Estados por incumplimientos de contrato. Apenas un ejemplo: el CIADI se apoya para su arbitraje en los TBI y TLC, pero no en las legislaciones de los países ni mucho menos en el derecho internacional en materia de derechos humanos.
“Existe un problema global, un conflicto creciente entre los convenios que firman los Estados y las multinacionales y las leyes nacionales. Es una cuestión que no puede esperar”, afirma Mario Jursich, director de la revista colombiana El Malpensante. Frente a esta situación, cada vez más, surgen iniciativas de las comunidades para hacer frente a esa impunidad: desde el Tribunal Permanente de los Pueblos a la Campaña Global Desmantelemos el Poder Corporativo, emprendida por 150 organizaciones, su principal demanda es crear un tratado con obligaciones vinculantes para las transnacionales.
A finales de junio, esta campaña obtuvo su primera victoria importante: la ONU aprobó, pese a la resistencia de Estados Unidos y de los países europeos, una resolución por la que los Estados se comprometen a crear un grupo intergubernamental encaminado a elaborar un tratado contra la impunidad corporativa. Los lobbies opondrán resistencia: solo la movilización popular puede obligar a los Gobiernos a que impongan restricciones legales a las actuaciones de las grandes multinacionales.
FUENTE: Revista Números Rojos
Nazaret Castro (Buenos Aires).
No hay comentarios:
Publicar un comentario