Subió al último vagón del tranvía. Venía enfundada en una malla negra que resaltaba sus curvas y hendiduras con una nitidez que, quizá para algunos, rayaría lo obsceno. Como complemento, un ajustado sweter, también negro, constreñía sus ampulosos senos, en medio de los cuales brillaba escandaloso un número dorado. Se sentó junto a mí. En el fondo admiré su falta de complejos, su franco desparpajo. Era joven, relativamente guapa y de abundantes carnes. Pero a pesar de su femeneidad, de sus párpados malvas de cargadas pestañas y del rojo oscuro de sus labios, prieta y altiva, la chula del ocho no exhalaba aromas a colonia o perfume, no. Tuve la sensación de que olía a meados.
¿Cómo era posible -pensé- que, joven y hermosa, descuidara hasta tal punto su higiene personal? Todos sabemos que, llegada una edad, la incontinencia es, en hombres y mujeres, cruel moneda de cambio, aunque existen mil medios de enmascararla pero, en una muchacha… la verdad, no le encontraba demasiada lógica al asunto.
Sólo fue después de que hubo abandonado el tranvía, que observé, confundido, una húmeda mancha sobre el asiento, y dije, sin poderlo evitar:
- ¡Joder!...
La chula del ocho se venía meando. ¡Pobrecilla!
Sólo fue después de que hubo abandonado el tranvía, que observé, confundido, una húmeda mancha sobre el asiento, y dije, sin poderlo evitar:
- ¡Joder!...
La chula del ocho se venía meando. ¡Pobrecilla!
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