6/2/11

"KÉTEDEN"

En el antiguo complejo residencial donde vivo, los nativos somos minoría frente a alemanes, austriacos, suizos, franceses, ingleses e italianos; lo cual no es óbice para que haya una correcta convivencia y para que la comunidad funcione razonablemente bien, pero hay algo que me trae a mal querer.


No sé si fue porque me crié con gente muy mayor, porque en aquella época las normas de educación estaban más marcadas o porque éramos más respetuosos los unos con los otros, pero me acostumbré desde niño a dar las buenas horas a los demás; es por eso que, cuando en la puerta del edificio me cruzo con otros vecinos (los conozca personalmente o no) el saludo me sale espontáneamente: ¡buenos días!... ¡buenas tardes!... ¡buenas noches!... Hay quienes te responden en un perfecto castellano, otros que apenas lo chapurrean aunque lo intentan, y quienes te contestan en su propia lengua, porque aunque no comprendan el idioma, el gesto, el ademán, el movimiento de cabeza tienen un claro significado de saludo para todos los humanos. Pero, como en cualquier lugar, hay personas sencillas, agradables, encantadoras... y otros que (iba a decir que son unos cardos borriqueros, pero no me he atrevido) a pesar de que  les des las buenas horas, les cedas el paso y hasta les sostengas la puerta, no te dicen ni por ahí te pudras; se limitan a mirarte, no sé si con desprecio o suficiencia, y pasan olímpicamente de responderte al saludo.

Claro que uno termina hartándose de chocar siempre con los mismos y, a veces, en lugar de callarte, decides actuar de alguna manera y obtener, aunque sea, una venganza pírrica. Ése fue mi caso. Opté por inventarme una palabra que me sirviera para mantenerme fiel a mi concepto de saludo y responder al tiempo a su silencioso desprecio, aunque rompiera con la premisa de la educación. Una palabra que sonara fuerte, como las suyas, desconocida para ellos pero con un claro significado para mí:


Así que, a partir de ese instante, cuando coincidía a la entrada o a la salida con alguno-a de aquellos impresentables, mirándoles fijamente a los ojos, les espetaba: "kéteden" y seguía tan pancho. Ellos igual, callados como muzos.

Cierto día que salía con mi hija, al usar, como si de un arma arrojadiza se tratara, aquella palabra contra un determinado individuo, me preguntó:

- Papi, ¿qué le dijiste?

- ¡Kéteden!

- ¿Kéteden?

- ¡Sí!... de... ¡Kéteden Pórkulo!

Ciudadano Plof

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