La colonia Fin de Semana, donde Madrí termina
Una calle de la Colonia Fin de Semana, cerca de Madrid.
El Figa tiene miedo esta tarde. Es como si sintiera que el nuevo destino va a devorarlo, que desaparecerá para siempre. Tiene miedo a la manera de un perro atado en una farola en la puerta de una farmacia: mira hacia los lados, busca y se desorienta porque su dueño ha desaparecido. El amo de El Figa es Madrí: el Madrí de calles reconocidas, mencionadas en canciones, en libros; justo las que hoy, después de dos metros y un autobús, hemos dejado atrás. El perro siempre cree que su dueño no volverá: su identidad es demasiado precaria, casi inexistente, y necesita confirmarla caminando junto a un tobillo familiar.
El Figa, como buen hípster provinciano, llegó a Madrí y renegó de toda su historia anterior para constituirse en un ser capitalino, con flow, conocedor de buenos garitos con terraza, de salas de conciertos y jams. Se evapora ese Madrí y El Figa empieza darse cuenta de que está vacío.
Bajamos del autobús, él revisa la calle, se adelanta, corre, vuelve. No comprende. Me mira: “¿Vamos o qué?”. Pero su cara dice algo más parecido a “¿cómo coño postureo yo en este sitio?”. Supe de la Colonia Fin de Semana gracias a un ilustrador de extraterrestres flamencos y cartero ocasional. Este lugar, es la Finisterre de Madrí, está cercado por descampados detrás de los cuales parece acabar el mundo. “Esto es como si le quitaras los calzoncillos de marca a la ciudad y descubrieras que, en realidad, Madrí no se depila y tiene herpes”, explica El Figa con perplejidad. “Siempre he pensado que la barba hípster se parece al vello púbico, o sea, que vuestra fuerza genital está en la boca, en vuestra forma de hablar”, bromeo y él se subleva un poco.
De pubis y barbas
Esta colonia, junto al pueblo de Barajas, nació en la posguerra: algunas familias se hacían allí casas de descanso; más tarde, acudieron grupos de obreros para vivir en hogares baratos. La zona es un caos y recuerda a esos almacenes de los teatros donde se amontonan las piezas de decorado que luego conforman la escena, pero que allí, unas sobre otras, no son más que la confirmación de que la realidad siempre gana, y de que su forma de ganar es eliminar toda la magia. La colonia es el trastero de Madrí.
Una planta que amontona haces de cartones usados termina de fijar esta impresión. Está abierta: dentro hay un hombre sin camiseta que arrastra una barriga como de otro cuerpo.
Caminamos. Hay chalets de lujo junto a casas pobres, destrozadas y abandonadas. Fábricas vacías, industrias clandestinas. Apenas nadie circula por sus calles de cuadrícula: el glamour prefiere trazados irregulares porque transmiten aventura y posibilidad de sorpresa, y en ellos da la sensación, sólo la sensación, de que uno se guía por pura apetencia: lo mismo ocurre por los pasillos de los centros comerciales.
—Vaya basura de sitio, no sé qué quieres escribir de esto—se encabrona y olfatea con desaprobación.
—Además, fíjate en el nombre de las calles: octubre, enero, noviembre… Son putos meses. El poder de los meses, ese que tanto explota mi colega García Montero…
—No jodas que te gusta García Montero—me alarmo—. Sí, perdona, perdona, sigue...
—No jodas que te gusta García Montero—me alarmo—. Sí, perdona, perdona, sigue...
Luis García Montero
—Pues eso, que los nombres de los meses llevan climas adheridos, fiestas… solo con mencionarlos, sientes que la vida no es siempre igual, que la existencia no es plana; pero aquí tiran a la mierda todo eso: da igual que vayas por mayo que por septiembre, todo provoca el mismo asco—medita un poco—. Absurdo, nano, absurdo…
Hay otro aspecto que El Figa no dice, pero que lo sofoca tanto que lo ha obligado a algo que no es cosa menor: se ha desabrochado el último botón de la camisa -sorprendentemente, tiene carne debajo de la ropa, llegué a sospechar que sólo había humo-.
En este lugar se extingue la sensación de jaula de oro que impone Madrí, sobre todo en las zonas más céntricas. Las calles pobladísimas, los edificios altos arrojando sombra todo el día, la inexistencia de espacios sin construir: bajo ese entorno, el madrileño sufre una visión de túnel. Piensa que todo lo que importa es accesible a través de alguna combinación de metro.
El centralismo no es solo político o administrativo, también se articula en términos emocionales y cognitivos. Que el cielo esté tan cerca del suelo amarga a El Figa.
El centralismo no es solo político o administrativo, también se articula en términos emocionales y cognitivos. Que el cielo esté tan cerca del suelo amarga a El Figa.
Durante casi toda la ruta, suena de fondo una alarma que nadie apaga y que siempre está demasiado lejos.
Por mucho que nos movamos la intensidad del sonido no varía. Nos topamos con un viejo chalet lleno de grafitis anarquistas, con las puertas reventadas y matorrales asalvajados en las zonas verdes. Dentro se oyen voces. A unos cuantos metros, aparecen enormes y limpios bungalós adosados. Nos asomamos a una de las pocas terrazas visibles. “Qué horteras, macho”. Hay una piscina pequeña, manguitos en el suelo. Lo que más molesta a El Figa, una alfombra de plástico verde que intenta emular el césped. Está extendida a lo loco y se sostiene con trozos de ladrillo.
Nos encontramos un bar cerrado, con uralita en el tejado al que habría que hacerle la prueba del carbono 14 para averiguar cuál fue su época de actividad. Leemos el cartel de la entrada.
—“The Lokal, ¿The Lokal?...”—protesta—, “mira qué tipografía más cutre, y qué coño intentaban con la k y con el the, a quién pretendían engañar con ese rollito anglosajón. Me imagino a la gente entrando aquí con ropa de domingo, más peinados que entresemana, pidiéndose cerveza de barril y bebiéndosela como si fuera de importación”.
El Figa tose, sufre una arcada y yo empiezo a sentirme culpable.
—“The Lokal, ¿The Lokal?...”—protesta—, “mira qué tipografía más cutre, y qué coño intentaban con la k y con el the, a quién pretendían engañar con ese rollito anglosajón. Me imagino a la gente entrando aquí con ropa de domingo, más peinados que entresemana, pidiéndose cerveza de barril y bebiéndosela como si fuera de importación”.
El Figa tose, sufre una arcada y yo empiezo a sentirme culpable.
Hay poca gente por la calle. Hasta casi el final, apenas vimos a alguna adolescente que sale de una casucha con shorts color rosa chicle y piercing de oro en la nariz.
La máxima aglomeración la encontramos en la puerta de un taller. Son cuatro hombres, algunos latinoamericanos, goteados de pintura y con una mascarilla colgada al cuello. También hay un señor flaco y fibroso con un cigarro sin encender en los labios. Transporta el esqueleto de un carrito de la compra cargado de aluminio. Cuando pasamos estira la espalda y mira a El Figa con un desprecio rígido. El abuelo de mi colega también se dedicó un tiempo a la chatarra en Alicante. Quizás se acuerda y por eso, de pronto, empieza a estirarse la barba como si le molestara.
—¿Has visto?—señalo unas casas viejas—Se nota que las construyeron los propios dueños. Es el do it yourself auténtico. Aquí se ve la lucha del hombre con los elementos, lo que pasa realmente cuando uno depende de sus manos y su inteligencia sin más aditivos ni ambiciones estéticas que la pura funcionalidad y la necesidad…
—¿Qué dices? No es lo mismo el do it yourself que pillar y construir algo de cualquier manera, así al tuntún.—resopla—
—¿Por qué no?
—Porque no, macho, porque no…—se estira con más fuerza la barba—. No se encuentra bien, empieza a preocuparme.
De pronto, al cruzar una esquina vemos un solar grande, vacío y vallado.
—“¡Venga va, y qué más!” —grita El Figa—
Dentro de la parcela pelada hay un caballo, un caballo solo. Está al otro extremo de nuestra posición. Es un animal brillante y acicalado que no se corresponde con el lugar inhóspito en el que está. De nada le sirve ahí su belleza, no hay hembras, no hay humanos que lo adoren. Se me ocurre llamarlo. Empiezo a chasquear la lengua.
—“Pero, ¿qué haces? ¿Para qué lo llamas”,—se estresa—. El animal vuelve la oreja, se lo piensa, y cabecea hacia nosotros.
Mi colega bufa.
—“Mear… Voy a mear”.
Se mete detrás de una furgoneta y mientras el cuadrúpedo se acerca oigo el chorrazo de pis. Como puedo, colando los dedos por los rombos de la valla, acaricio el hocico del caballo. Pasan minutos. La meada de El Figa no decae.
Cuando voy a buscarlo y me acerco a la furgoneta, me doy cuenta: ha desaparecido. Ahora soy yo quien tiene miedo: el chorro sigue sonando a mi lado, pero él no está y no hay rastro de humedad en el suelo. Lo busco, voy hasta la siguiente bocacalle, vuelvo a la anterior, miro debajo de los coches como esos perros de la farmacia: no hay rastro. “Me la está jugando, el pieza este me la está devolviendo”, pienso.
Saco el móvil y busco su número, pero no aparece. Ni siquiera encuentro la conversación de whatsapp que tuvimos en Lavapiés mientras espiábamos a aquel activista carcomido. Intento tranquilizarme, reflexiono, se tratará de un fallo técnico de la aplicación.
Queda un solo recurso: revisar la lista de contactos. Me estrujo las neuronas y advierto el error --y aquí acaba esta historia, este largo paseo por el agosto madrileño-: ¡no sé cómo se llama El Figa realmente!
Queda un solo recurso: revisar la lista de contactos. Me estrujo las neuronas y advierto el error --y aquí acaba esta historia, este largo paseo por el agosto madrileño-: ¡no sé cómo se llama El Figa realmente!
El chorro sigue sonando, denso, imperturbable.
El camino de regreso a la civilización lo hago solo y con una libreta en la mano en la que no hay una sola de las palabras de mi amigo que creía haber ido apuntando durante la tarde. Pobre Figa. Me viene a la cabeza una frase de Amanece que no es poco: “En los años que llevo de médico nunca había visto a nadie morirse tan bien como se está muriendo... Qué irse, qué apagarse”.
FUENTE: ctxt.es
Autor: Esteban Ordóñez, periodista, creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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