La represión de la dictadura franquista contra los maestros republicanos
El objetivo de acabar con el progreso educativo y cultural fue fundamental en la insurrección del 18 de julio de 1936. En guerras civiles, la violencia fuera de los frentes se ha basado con mucha frecuencia en motivos sórdidos, venganzas personales, envidias y rencores. Pero en el caso de las matanzas sistemáticas de maestros al desencadenarse la Guerra Civil española, razones políticas guiaron las crueldades personales.
Por detrás de los asesinatos, de la crueldad, el dolor y el miedo, existía la política del franquismo: una campaña sistemática de erradicación de la política educativa y cultural de la República. En 1937, José Pemartín, jefe del Servicio de Enseñanza Superior y Media, declaraba lo siguiente: «Tal vez un 75 por ciento del personal oficial enseñante ha traicionado -unos abiertamente, otros solapadamente, que son los más peligrosos- la causa nacional (...). Una depuración inevitable va a disminuir considerablemente, sin duda, la cantidad de personas de la enseñanza oficial». En nueve provincias de las que existen datos sistemáticos, fueron ejecutados en torno a 250 maestros. Y 54 institutos públicos de enseñanza secundaria creados por la República fueron cerrados. Por añadidura, en torno a un 25 por ciento de los maestros sufrieron algún tipo de represión y un 10 por ciento fueron inhabilitados de por vida. En Euskadi y Cataluña, todos los maestros de la enseñanza pública fueron dados de baja y tuvieron que solicitar su readmisión a través de un costoso proceso. La abrumadora mayoría de las ejecuciones de maestros tiene lugar al inicio de la Guerra Civil, entre julio y octubre de 1936. Todos los episodios son despiadados.
No se trataba solamente de odios y rencores personales: se buscaba implantar un miedo generalizado. El régimen futuro habría de ser un régimen totalitario, no una dictadura benevolente. Y un régimen totalitario tiene como una de sus características 'un sistema de terror, impuesto a través de los controles del partido y de la policía'. Así fue desde la insurrección del 18 de julio de 1936 y duró mucho tiempo. El objetivo era explícito: el punto 6º de los 26 Puntos de la Falange declaraba que 'nuestro Estado será un instrumento totalitario'. El recuerdo de aquello ha permanecido vivo, pese a los cuarenta años de dictadura y tras treinta años de democracia. Forma parte de ese término un tanto vaporoso: la 'memoria histórica'.
Las razones de las ejecuciones eran erradicar el espíritu de la República encarnado en los maestros y en la educación; provocar un miedo generalizado. Esas razones fueron reforzadas por las venganzas. A la hora de llevar a cabo la represión, no sólo fueron los verdugos los responsables. Aquéllos eran generalmente grupos de falangistas armados y matones, que luego alardeaban en el pueblo de los asesinatos y amedrentaban a los vecinos. Una buena parte de la responsabilidad correspondió a curas de la Iglesia católica: elaboraban listas negras y acompañaban los fusilamientos. Los testimonios son abrumadores.
La Iglesia jugó un papel fundamental en la represión y la depuración del magisterio. Yo creo que básicamente por el papel que los maestros de la República jugaron en la aplicación de la normativa sobre la supresión de la enseñanza religiosa, cuando se apartó de las funciones educativas a las congregaciones religiosas. Por eso bastantes miembros del clero de la Iglesia católica jugaron un papel fundamental en la represión. En los archivos provinciales de Cádiz y en los municipales se conservan pruebas de la intervención que tuvieron los clérigos, las denuncias concretas que pusieron, básicamente contra maestros. En la enseñanza, cuando se pusieron en marcha las comisiones de depuración, uno de los requisitos que establecía el procedimiento para la depuración era el informe que tenía que presentar un cura párroco sobre la actuación de ese maestro.
Eso era el nacional-catolicismo. En el terreno de la educación y la cultura, el aniquilamiento de la tradición humanista, liberal y reformista. Paralizó durante largos años la construcción de escuelas; el magisterio fue diezmado; la enseñanza pública fue maltratada porque era vista como el germen del mal 'laizante'; se fomentó la desigualdad entre centros y alumnos; el adoctrinamiento fue inmisericorde. Recuérdense las palabras del catecismo Ripalda: '¿Hay otras libertades perniciosas? Sí señor, la libertad de enseñanza, la libertad de propaganda y de reunión. ¿Por qué son perniciosas esas libertades? Porque sirven para enseñar el error y propagar el vicio'.
Así fue la educación bajo el franquismo. Después de concluida la guerra, en 1943, el ministro de Educación, José Ibáñez Martín, declaraba ante las Cortes que «lo verdaderamente importante desde el punto de vista político es arrancar de la docencia y de la creación científica la neutralidad ideológica y desterrar el laicismo, para formar una nueva juventud, poseída de aquel principio agustiniano de que mucha ciencia no acerca al Ser Supremo». El concordato de 1953 entre el Estado español y el Vaticano confirmó el monopolio católico sobre la educación española. El Estado aseguraba la enseñanza de la religión católica como parte obligatoria de los planes de estudio en todos los centros educativos del país, de cualquier clase y nivel, así como la conformidad de todas las enseñanzas con los principios de la Iglesia católica. Ésta se encargaba de la pureza de la fe, de las buenas costumbres y de la enseñanza de la religión. También podía prohibir y retirar libros, publicaciones y material docente contrarios al dogma y a la moral católica.
Para configurar la educación bajo el franquismo, los maestros republicanos tenían que ser eliminados. Así fue desde el inicio de la guerra. Sabemos que después de la guerra las purgas continuaron de forma masiva. No sólo entre los maestros, claro está. La legislación sobre Responsabilidades Políticas y de Represión de la Masonería y el Comunismo condujo a una depuración muy extensa: Gabriel Jackson ha estimado que el número de muertes de prisioneros republicanos alcanzó las 200.000; existieron, además, muchas otras formas de sanciones políticas, que iban desde purgas profesionales hasta largas condenas de cárcel. Veinte años después de terminada la guerra, la ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958 reiteraba los fundamentos de la dictadura y, entre ellos, que la nación era católica y que tan sólo esa religión podía ser practicada.
(Resumido de José María Maravall en el prólogo del libro: Maestros de la república: Los otros sentidos, los otros mártires, de María Antonia Iglesias)
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