“Little Boy”, la primera bomba atómica lanzada contra una población, marcó para siempre a esta humanidad con una fecha fatídica: el 6 de agosto de 1945. Pero no sería la única; tres días más tarde, desde otra fortaleza volante, una segunda bomba: “Fat Man”, arrasaría también la ciudad de Nagasaki. De esta ocasión no quedó ninguna frase para la posteridad, ni tan siquiera el nombre del avión: “Bockscar” nos resulta familiar, pero hay otro dato que todos deberíamos conocer: El oficial William Eatherley, encargado de facilitar la información del tiempo en ese fatídico vuelo, pasaría el resto de su vida recitando partes meteorológicos en un manicomio de Waco, Texas.
El efecto arrasador de la bomba, lo relata como nadie Charles R. Pellegrino en su obra 'Last train from Hiroshima':
“La bomba entregó por fases sus devastadores efectos, calentó los huesos hasta hacerlos incandescentes, separó tendones y músculos, extrajo el hierro de la sangre, transformó carne y grasa en carbono, catapultó hacia la estratosfera el resto gaseoso de los que acababan de tomar su última bocanada de aire y vitrificó la silueta de quienes estaban en su radio de acción más cercano. La brutal onda expansiva y las posteriores tormentas radioactivas remacharon la destrucción.”
¿Era necesaria esa demostración apocalíptica de fuerza, cuando Japón estaba ya prácticamente arrodillado?
¿No sería más una manifestación de poder, dirigida a la Unión Soviética, que se postulaba como el enemigo del futuro, que a un Japón ya en agónicas condiciones?
Quién lo sabe.
Ciudadano Plof
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