Hay grabados miles de nombres las paredes de la Ranilla, algunos de cuyos pabellones de los que siguen en pie tras la creación del nuevo parque en el barrio de Nervión, que ha sido declarado Lugar de la Memoria por la Dirección General de Memoria Democrática de la Junta de Andalucía. Cosas tan nimias como silbar los primeros acordes de La Marsellesa podían conllevar durísimos castigos, que se sumaban a los ‘castigos naturales’ que ya eran signo de identidad de la penitenciaría, como las terribles epidemias del tifus conocidas como ‘piojo verde’.
El caso de Juan Antonio Velázquez es uno de esos nombres. Vinculado a las Juventudes Sociales, sus escasos veinte años los cumpliría en 1945 entre aquellos barrotes llenos de humedad y miseria. Palizas, celdas de castigo, hambre y mucho sufrimiento le obligaron a estar meses de condena en la conocida galería tres de la Ranilla donde cumpliría una condena que a pesar de que se fijó inicialmente en 30 años, quedaría reducida por el juzgado militar a tan solo ocho meses.
CENTRO NEURÁLGICO DE LA REPRESIÓN
La creación de la prisión de la Ranilla sustituyó a la antigua cárcel de El Pópulo. Creada en 1887, su infraestructura no empezó a tener uso penitenciario hasta principios de los años 30. Al comenzar la guerra y durante toda su duración, se acumularon en sus celdas un número ilimitado de presos que ingresaban en la prisión apenas sin espacio. La ocupación media para 350 reclusos, fue el mismo día del golpe cubierta por 320 personas. Cinco días más tarde se hacinarían en las celdas 1.438 reclusos convirtiéndose, según relata el historiador José María García Márquez, en uno de “los centros neurálgicos de la represión en la ciudad de Sevilla”. En años posteriores de la posguerra, la capacidad de la Ranilla llegaría a quintuplicar su aforo.
Los datos facilitados por el director de la prisión de la época apuntan que 1.039 presos saldrían de la cárcel “sin reingreso”, contabilizándose en un tercio del total las víctimas que, según apunta Márquez, “fueron ejecutadas por aplicación de bandos de guerra hasta febrero de 1937”. Desde los muros de la Ranilla los presos podían tener como destino la inminente ejecución o su traslado a la delegación de Orden Público, siendo desplazados a las tapias del cementerio de San Fernando en los días posteriores. Para los vivos, las condiciones de insalubridad acarreaban enfermedades y epidemias tales como la de “piojo verde”, a lo que había que unir una malísima alimentación.
CUIDADO CON LA SALUD, CARAMADA’
En la Ranilla había una fuerte política de represalia para todo aquel que cometiera un acto de protesta, por pequeña que fuera la reivindicación. Los presos acusados de estas acciones eran trasladados a celdas de castigo donde eran vigilados por funcionarios. En algunas ocasiones, tal y como apunta Márquez, la “delegación de Orden Público dio parte de aquellas actuaciones siendo entregados algunos de ellos a la fuerza pública y desapareciendo posteriomente”.
Hasta el más mínimo silbido de la Marsellesa podía ser objeto de denuncia, al igual que ocurría con el saludo de “salud” entre los comunistas. Estos gestos acarreaban un posterior castigo por parte de las autoridades que custodiaban la cárcel. Tan férreo era aquel control que está documentado que hubo presos que fueron conducidos al suicidio, como fue el caso de Manuel Gómez Prieto, natural de Alcalá del Río. En su celda se cortaría las venas de su antebrazo derecho. Sin embargo, el parte oficial alegaba una enfermedad de “tuberculosis pulmonar” como causa de la muerte.
CONTRA EL OLVIDO
En un gran número de ocasiones, los presos de la Ranilla fueron usados como mano de obra esclava, trabajando en la fabricación de zapatos para la intendencia militar o en la confección de ropa para el ejército, en el caso de las reclusas. Nada podía faltar para la puesta en marcha del nuevo régimen. En otros casos los presos dedicaban sus escasas energía a otros sectores, como la construcción y canalización del agua de la Confederación Hidrográfica del Gualdaquivir.
La antigua cárcel de la Ranilla fue declarada Lugar de la Memoria Histórica durante la pasada legislatura. El entonces vicepresidente de la Junta y consejero de Administración Local y Relaciones Institucionales, Diego Valderas, proclamaba solemnemente este compromsio: “Los hombres y mujeres de nuestra tierra víctimas de la barbarie nunca serán víctimas del olvido”.
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