En la última media década hemos pasado de una crisis económica a una crisis política gestada durante más de tres años de movilización social ante las políticas de recortes sociales, la indiferencia de los gobiernos ante las reivindicaciones de la calle, el estallido del proceso independentista catalán, la crisis de la izquierda institucional (léase PSOE), el creciente descrédito de los pactos forjados en la Transición o los escándalos de corrupción que han rodeado tanto al Partido Popular como a la casa real y a otros actores de referencia del Régimen del 78 como Convergència i Unió, el propio PSOE o UGT.
Todo ello, en el marco de un brutal empeoramiento de las condiciones de vida de la población, nos ha hecho desembocar a su vez en una verdadera crisis de legitimidad del sistema económico y, en última instancia, una crisis de régimen. Los datos no mienten: según el Barómetro del CIS de marzo de este año, más de dos tercios de la población del Estado español considera la situación política actual como mala o muy mala y un porcentaje aún mayor no espera que ésta vaya a mejorar a corto plazo. También más de dos tercios de la ciudadanía considera a los y las políticas en general, los partidos políticos y la política, por un lado, y la corrupción y el fraude, por el otro, como dos de los principales problemas existentes actualmente en el Estado español.
Las elecciones europeas del pasado mes de mayo resultaron ser la primera traslación electoral de esta dinámica, ya que marcaron sin duda el principio del fin del bipartidismo y comportaron la irrupción de lo que a estas alturas puede ser una pesadilla para el sistema tradicional de partidos: Podemos. Otras experiencias de enmienda a la totalidad de la vieja política las han constituido el Procés Constituent, impulsado hace más de un año por Teresa Forcades i Arcadi Oliveres, la Plataforma Guanyem Barcelona, nacida en las últimas semanas con el objetivo de instaurar la nueva política en la segunda ciudad más importante del Estado, o el modelo de representación institucional de las CUP. A pesar de que existen diferencias nada desdeñables entre las iniciativas, todas ellas comparten un doble objetivo: sacar a las mayorías sociales de la marginalidad mediante nuevas formas de hacer política y, frente a la hegemonía neoliberal y neofranquista que nos ha asfixiado en las últimas décadas, construir nuevos contrapoderes con vocación de ser mayoritarios en lo político, en lo electoral y en lo institucional.
Ahora bien, que el régimen esté perdiendo legitimidad no significa que no vaya a hacer todo lo posible para recuperarla. Todavía tienen margen de maniobra y, además, disponen del control del poder económico, institucional y mediático. El recambio de Juan Carlos I por Felipe VI ha constituido un verdadero ejercicio de maquillaje político, Mariano Rajoy promete regeneración democrática a quien le quiera escuchar y los candidatos a substituir a Rubalcaba en la Secretaría General del PSOE han competido en carencias: tanto de ideas nuevas como en carisma. En su versión más desesperada, el viejo régimen político se autoerige de forma cada vez más esperpéntica y menos creíble como la única alternativa democrática posible ante el supuesto ADN estalinista, etarra o utópico de los nuevos protagonismos.
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